jueves, 25 de octubre de 2012

La huida.

Cuando ganamos el llano corremos a través del hall abierto. Atravesamos el patio desierto y nevado. Desde el balcón de su departamento El Dueño grita pidiendo ayuda y con todas sus fuerzas golpea una cacerola para llamar la atención. Los vecinos responden rápido. Salen gritando por ventanas y balcones, caceroleando igual que el Dueño. Pasan de la nada a estar realmente furiosos. Pareciera que hubieran estado esperando que algo sucediera para salir a la guerra. Me tiran pedazos de mampostería y dos flechas que nos pasan verdaderamente cerca. A toda velocidad pasamos por debajo del Catalina sur, yendo directo a la abertura en la muralla de gomas, por donde antes entramos. Me detengo para ver el camino y las posibilidades, miro atrás y ya por las escaleras empiezan a bajar los primeros energúmenos al patio. Llevan antorchas y van armados con lo que tienen, palos, la mayoría, pero ahora veo a uno que tiene el arco y las flechas, me llama la atención otro que esgrime un ventilador con las aspas sin la reja protectora. Sigo. En la gran chapa que hace de puente me sale al cruce el primer guardia apuntándome con una cosa que evidentemente es un arma como esa que improvisábamos en la escuela, armada con un rulero y un globo, cargada con dardos hechos de las plumas de esas palomas asquerosas. Yo le disparo de una vez, en el pecho para no errar. Él pone cara de sorprendido en su buena fe y cae tomándose la herida con las dos manos ya ensangrentadas. El otro guardia me sorprende por atrás, Mano-nu le salta directo al cuello, y de un exacto mordisco se le prende de la laringe y se la desgarra de un tirón. El tipo cae muerto, ahogado en su propia sangre, haciendo un gorgoteo horrible. Esto está fuera de madre. Mano-nu me mira buscando la aprobación con la boca manchada de sangre, yo le acaricio la cabeza achinándole los ojos. No me importa nada. Pienso un rato, totalmente expuesto, en el cenit de la curvatura que pasa sobre el muro de gomas y da al laberinto. Mano-nu espera órdenes sentado, mirándome muy atento. Antorchas prendidas muestran los distintos caminos de salida del laberinto como pequeñas boyas luminiscentes; hay seis que se abren como los rayos de una bicicleta. Calculo y me decido por el que sale a cuarenta y cinco grados a mi derecha. Siento un silbido, es un dardo que pasa muy cerca de mi cabeza; el susto me impulsa y corremos iluminados por la luna. Me figuro como un pac-man hacia la salida y corro sin parar. Calculo unos veinte minutos hasta el objetivo de Carlos calvo. La noche está clara y fría, trotamos a buen ritmo. Son un par de cuadras. Si me transpiro y tengo que detenerme, me voy a congelar. Creo que llegamos. Debe ser Humberto Primo o la que le sigue, si no calculé mal, nada me da un dato para ubicarme. A mi espalda veo lo que queda de los diques, son como lagos naturales plateados por la luna, pero desde acá, mas elevados, se ven con una forma geométrica antinatural. Esta tiene que ser Carlos Calvo, necesito una señal. Respiro agitado, lo que veo no es bueno: han salido a buscarme, tienen antorchas y son bastantes. Están lejos pero se mueven rápido. También escucho bombos. Se separan en dos grupos y luego en cuatro, iluminan el laberinto, que por contraste se parece a un fuego artificial cuando explota en la oscuridad de la noche. Conocen el terreno a la perfección, se nota por la velocidad con que se mueven, pero se escucha un bramido a lo lejos y se detienen al unísono. Otro rugido más cercano devuelve cortesías, como si los osos estuviesen conversando. Una noche perfecta para morir, Mano-nu me mira con las orejas levantadas. —Vamos— le digo. Comenzamos a subir buscando algún indicio de dónde estoy. No hay nada reconocible, no tengo idea de cómo ubicarme, no hay nombres de calles y los edificios están modificados, la oscuridad adentro de ellos es abismal. Comienza a nevar, me pongo la capucha. A mi izquierda un cartel completamente camuflado por la oscuridad se materializa a medida que la nieve cae sobre su borde, está todo sucio, negro e ilegible, al pasarle la mano la costra de mugre es tan gruesa que cae sola por peso propio. La superficie que aparece debajo es de un azul francia con letras doradas que dicen “Librería antigua Carlos Calvo”. Muchas gracias. Desde ayer no me venían estas imágenes fruto del jet lag del viaje, me vi a mi mismo comprando en esta librería reliquias de viejo papel que ya no se conseguían en Internet. Completamente ubicado, el plan cambia. A tres cuadras está el final de esta aventura. Pero ya escucho el ruido que hacen los muchachos. Una de las latas de carne la tiro contra una pared cercana, salpicando lo más que puedo; con la otra le apunto a un balconcito petisón de lo que queda de un edificio colonial, en la vereda de enfrente, pero le erro y pega en la baranda salpicando una lluvia de carne, un desastre; me guardo la que queda y corro. Mano-nu picotea unos pedacitos del suelo y corre hasta ponérseme a la par. Parado frente a mi destino reconozco el edificio antiquísimo, todavía sigue estoico en pie, se le ha derrumbado el segundo piso, pero el resto del edificio está, lo mas importante es el subsuelo. De la mayoría de las estructuras a su alrededor quedan nada más los cimientos, es el único edificio de dos plantas que queda, una señal. Desde la puerta se ve el ascensor antiguo que conserva el alambrado original que lo rodea junto con la escalera en serpentina. La tercera lata de carne se la doy a Mano-nu. Mientras la abro él salta de alegría dando giros. Si todo sale bien es en gran parte gracias a este perro, un homenaje de despedida. De pronto siento algo surcando el aire frío de la noche, Mano-nu levanta la cabeza sorprendido y una flecha le pega en la paleta del hombro y lo tumba. Desde las calles paralelas las antorchas iluminan la noche. “¡Bum, clan, clan, bum, bum!”. Otra vez el bombo y las cacerolas. A mis espaldas el edificio con el boleto a casa. Me inclino sobre Mano Nu, que parece un puercoespín con una sola púa. Él se incorpora sin apoyar la pata y gruñe, después me lame la mano y termina la carne. Es un animal impresionante. Con una rodilla en tierra, al lado de Mano-nu, saco la pistola y los dos cargadores, un ladrido me marca algo. De la turba que está a mi derecha se adelanta alguien que me grita haciendo ademanes amenazantes con la mano. Camina hacia mí y cada dos o tres pasos hace un bailecito inclinando el cuerpo hacia adelante, en una mano trae una lanza arpón y en la otra un par de flechas, es el Dueño. Atrás vienen los muchachos: Pez trae vendada la cara y me amenaza con un palo de golf, Buda enarbola la ballesta y la revolea al compás del cantito que no se detiene. Se paran a diez metros, yo los pongo en la mira. El trío, se detiene expectante por mi movimiento. Pez se acobarda y comienza a retroceder al trote. El padre le tira una flecha y se la da en medio de la espalda. La multitud grita enfervorizada como si hubieran hecho un gol. El dueño gira, sonríe y me grita: —¿Me entendez lo que te quiero dezir? En eso Buda se lanza al ataque con la ballesta dando un grito de guerra que es una señal a la chusma. Yo no espero más y les tiro. El arma hace un ruido seco, pack, pack, pack. Al Dueño le doy en el hombro y cae desarticuladamente. Buda no tiene tanta suerte, le pego en el pecho y en la cara y se desparrama para atrás. Un silencio formal invade la escena, solo se escucha el viento, un aullido de dolor. Los demás se miran entre sí. El Dueño se incorpora como puede, parece un borracho impenitente, el brazo derecho le cuelga inerte. —¡A la carga, miz valientez!— grita con el puño cerrado y todos se lanzan al unísono. De las dos calles a mis costados la multitud emerge envalentonada por el grito de guerra. Todo sucede muy rápido. Al que primero le doy es al Dueño. Un tiro, una caída. Apunto al cuerpo. Siento como si estuviera jugando a los viejos juegos electrónicos; cambio el cargador, me parece fácil. Caen como moscas, no toman ningún tipo de precaución en su avance, se exhiben sin resguardo. Ahora hay una veintena de personas desangrándose alrededor mío. Cambio el cargador. Los gritos de dolor comienzan a mellar el ánimo en la banda de Catalinas, desalientan al resto de la tropa que ya se retira, pero no del todo, más bien se reagrupan, como para disertar entre ellos. Los bombos y el cántico siguen, más modestos, pero constantes. Ubico una bala en la recamara. Aprovecho este instante para ver cómo sigue mi compañero: permanece a mi lado, se mantiene sin apoyar la pata delantera. Ayudado con el cuchillo saco el dardo que le sobresale del hombro, el pobre gruñe y se le escapa un aullido, tiene toda la espalda ensangrentada. Me devuelve una lamida de mano, acabo de cambiar de opinión y en esta acción de no abandonar a Mano-nu, me juego el futuro de la humanidad. Mientras las hordas se reorganizan, veo correr la sangre para mi derecha por el declive de la calle. Me quedan unas diecisiete balas. Si la cosa no marcha bien esta puede ser una solitaria y fría tumba en el futuro. Febo asoma. Los primeros rayos comienzan a aclarar la noche. El detalle del paisaje es cruento: zona de guerra. Los cuerpos muertos son desnudados, los que reciclan las prendas de los caídos pelean con la misma vehemencia que pusieron en mi persecución. A medida que aclara, la tropa se esconde. Parecen huidizos vampiros. Al tiempo que la luz avanza corre a la sombra y al gentío contenido en ella. Siguen su marcha en reverso hasta ponerse lejos de mi alcance visual. De repente caen flechas, pero lejos, sin puntería, sigo la parábola de su vuelo con tranquilidad. Escucho que un “héroe”, desde un puesto de vanguardia escondido detrás del mástil de una parada de colectivos, que es evidentemente muy estrecha para cubrir su cuerpo, grita instrucciones informándoles dónde es que estoy. Yo le tiro y el impacto de la bala le saca una de las zapatillas que sale volando. Todos se ríen y mandan a otro. Pero el elegido se vuelve. Sin embargo los demás lo amenazan y es obligado a ir hasta el sitio de vanguardia donde se había apostado el otro a dar las coordenadas para el lanzamiento de las flechas, que ya se acercan; van mejorando. Despego la rodilla que tenia en el suelo y me incorporo lentamente, doy un pequeño paso para atrás. Espero la batalla final. Primero tímida y luego licergicamente, en una avalancha enloquecedora de alaridos, la gente comienza a exponerse al día pleno. Ahora veo también que los “guerreros” están desbandados, están huyendo. Le imprimen a la carrera toda la velocidad que pueden, unos pasan por al lado mío, ignorándome con desparpajo. Hay pánico en sus semblantes, van para donde pueden, corren en zigzag, se chocan, caen y son atropellados por sus compañeros. El último tipo que dobla la esquina es perseguido por dos osos gigantes como el que me atacó en el lobby, tienen ese color blanco amarillento que fosforece en la nueva luz. Ahora un tercero viene arrastrando con la lengua la lata de carne que tiré seis cuadras atrás, junto a un cuarto que trae arrastrando, mordiendo por la pierna, el cuerpo sin vida de uno de los tanto locos que me perseguían. Los osos están surtiendo el efecto buscado, cazan a los que corren, los alcanzan con facilidad, son extremadamente rápidos, además no se detienen a comer, hieren, matan y siguen, como si esperasen juntar varios cuerpos para después volver para darse una panzada con todas las presas desparramadas. Uno de los osos se dirige hacia nosotros, le vacío lo que queda del cargador y lo ahuyento, pero de ninguna manera lo mato, me mira de costado mientras se va, gruñéndome enfurecido; los otros siguen en su faena sin prestarnos atención, porque ya todos los que podían escaparse se alejaron y quedaron tendidos los heridos y los muertos, que son finalmente el juguete y alimento de las bestias, que los despanzurran mordiendo los estómagos, arrancando las vísceras. Me subo a Mano-nu como la ovejita de Belén y nos metemos en lo que queda del edificio. El perro fiel me lame la cara.

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