jueves, 25 de octubre de 2012

La huida.

Cuando ganamos el llano corremos a través del hall abierto. Atravesamos el patio desierto y nevado. Desde el balcón de su departamento El Dueño grita pidiendo ayuda y con todas sus fuerzas golpea una cacerola para llamar la atención. Los vecinos responden rápido. Salen gritando por ventanas y balcones, caceroleando igual que el Dueño. Pasan de la nada a estar realmente furiosos. Pareciera que hubieran estado esperando que algo sucediera para salir a la guerra. Me tiran pedazos de mampostería y dos flechas que nos pasan verdaderamente cerca. A toda velocidad pasamos por debajo del Catalina sur, yendo directo a la abertura en la muralla de gomas, por donde antes entramos. Me detengo para ver el camino y las posibilidades, miro atrás y ya por las escaleras empiezan a bajar los primeros energúmenos al patio. Llevan antorchas y van armados con lo que tienen, palos, la mayoría, pero ahora veo a uno que tiene el arco y las flechas, me llama la atención otro que esgrime un ventilador con las aspas sin la reja protectora. Sigo. En la gran chapa que hace de puente me sale al cruce el primer guardia apuntándome con una cosa que evidentemente es un arma como esa que improvisábamos en la escuela, armada con un rulero y un globo, cargada con dardos hechos de las plumas de esas palomas asquerosas. Yo le disparo de una vez, en el pecho para no errar. Él pone cara de sorprendido en su buena fe y cae tomándose la herida con las dos manos ya ensangrentadas. El otro guardia me sorprende por atrás, Mano-nu le salta directo al cuello, y de un exacto mordisco se le prende de la laringe y se la desgarra de un tirón. El tipo cae muerto, ahogado en su propia sangre, haciendo un gorgoteo horrible. Esto está fuera de madre. Mano-nu me mira buscando la aprobación con la boca manchada de sangre, yo le acaricio la cabeza achinándole los ojos. No me importa nada. Pienso un rato, totalmente expuesto, en el cenit de la curvatura que pasa sobre el muro de gomas y da al laberinto. Mano-nu espera órdenes sentado, mirándome muy atento. Antorchas prendidas muestran los distintos caminos de salida del laberinto como pequeñas boyas luminiscentes; hay seis que se abren como los rayos de una bicicleta. Calculo y me decido por el que sale a cuarenta y cinco grados a mi derecha. Siento un silbido, es un dardo que pasa muy cerca de mi cabeza; el susto me impulsa y corremos iluminados por la luna. Me figuro como un pac-man hacia la salida y corro sin parar. Calculo unos veinte minutos hasta el objetivo de Carlos calvo. La noche está clara y fría, trotamos a buen ritmo. Son un par de cuadras. Si me transpiro y tengo que detenerme, me voy a congelar. Creo que llegamos. Debe ser Humberto Primo o la que le sigue, si no calculé mal, nada me da un dato para ubicarme. A mi espalda veo lo que queda de los diques, son como lagos naturales plateados por la luna, pero desde acá, mas elevados, se ven con una forma geométrica antinatural. Esta tiene que ser Carlos Calvo, necesito una señal. Respiro agitado, lo que veo no es bueno: han salido a buscarme, tienen antorchas y son bastantes. Están lejos pero se mueven rápido. También escucho bombos. Se separan en dos grupos y luego en cuatro, iluminan el laberinto, que por contraste se parece a un fuego artificial cuando explota en la oscuridad de la noche. Conocen el terreno a la perfección, se nota por la velocidad con que se mueven, pero se escucha un bramido a lo lejos y se detienen al unísono. Otro rugido más cercano devuelve cortesías, como si los osos estuviesen conversando. Una noche perfecta para morir, Mano-nu me mira con las orejas levantadas. —Vamos— le digo. Comenzamos a subir buscando algún indicio de dónde estoy. No hay nada reconocible, no tengo idea de cómo ubicarme, no hay nombres de calles y los edificios están modificados, la oscuridad adentro de ellos es abismal. Comienza a nevar, me pongo la capucha. A mi izquierda un cartel completamente camuflado por la oscuridad se materializa a medida que la nieve cae sobre su borde, está todo sucio, negro e ilegible, al pasarle la mano la costra de mugre es tan gruesa que cae sola por peso propio. La superficie que aparece debajo es de un azul francia con letras doradas que dicen “Librería antigua Carlos Calvo”. Muchas gracias. Desde ayer no me venían estas imágenes fruto del jet lag del viaje, me vi a mi mismo comprando en esta librería reliquias de viejo papel que ya no se conseguían en Internet. Completamente ubicado, el plan cambia. A tres cuadras está el final de esta aventura. Pero ya escucho el ruido que hacen los muchachos. Una de las latas de carne la tiro contra una pared cercana, salpicando lo más que puedo; con la otra le apunto a un balconcito petisón de lo que queda de un edificio colonial, en la vereda de enfrente, pero le erro y pega en la baranda salpicando una lluvia de carne, un desastre; me guardo la que queda y corro. Mano-nu picotea unos pedacitos del suelo y corre hasta ponérseme a la par. Parado frente a mi destino reconozco el edificio antiquísimo, todavía sigue estoico en pie, se le ha derrumbado el segundo piso, pero el resto del edificio está, lo mas importante es el subsuelo. De la mayoría de las estructuras a su alrededor quedan nada más los cimientos, es el único edificio de dos plantas que queda, una señal. Desde la puerta se ve el ascensor antiguo que conserva el alambrado original que lo rodea junto con la escalera en serpentina. La tercera lata de carne se la doy a Mano-nu. Mientras la abro él salta de alegría dando giros. Si todo sale bien es en gran parte gracias a este perro, un homenaje de despedida. De pronto siento algo surcando el aire frío de la noche, Mano-nu levanta la cabeza sorprendido y una flecha le pega en la paleta del hombro y lo tumba. Desde las calles paralelas las antorchas iluminan la noche. “¡Bum, clan, clan, bum, bum!”. Otra vez el bombo y las cacerolas. A mis espaldas el edificio con el boleto a casa. Me inclino sobre Mano Nu, que parece un puercoespín con una sola púa. Él se incorpora sin apoyar la pata y gruñe, después me lame la mano y termina la carne. Es un animal impresionante. Con una rodilla en tierra, al lado de Mano-nu, saco la pistola y los dos cargadores, un ladrido me marca algo. De la turba que está a mi derecha se adelanta alguien que me grita haciendo ademanes amenazantes con la mano. Camina hacia mí y cada dos o tres pasos hace un bailecito inclinando el cuerpo hacia adelante, en una mano trae una lanza arpón y en la otra un par de flechas, es el Dueño. Atrás vienen los muchachos: Pez trae vendada la cara y me amenaza con un palo de golf, Buda enarbola la ballesta y la revolea al compás del cantito que no se detiene. Se paran a diez metros, yo los pongo en la mira. El trío, se detiene expectante por mi movimiento. Pez se acobarda y comienza a retroceder al trote. El padre le tira una flecha y se la da en medio de la espalda. La multitud grita enfervorizada como si hubieran hecho un gol. El dueño gira, sonríe y me grita: —¿Me entendez lo que te quiero dezir? En eso Buda se lanza al ataque con la ballesta dando un grito de guerra que es una señal a la chusma. Yo no espero más y les tiro. El arma hace un ruido seco, pack, pack, pack. Al Dueño le doy en el hombro y cae desarticuladamente. Buda no tiene tanta suerte, le pego en el pecho y en la cara y se desparrama para atrás. Un silencio formal invade la escena, solo se escucha el viento, un aullido de dolor. Los demás se miran entre sí. El Dueño se incorpora como puede, parece un borracho impenitente, el brazo derecho le cuelga inerte. —¡A la carga, miz valientez!— grita con el puño cerrado y todos se lanzan al unísono. De las dos calles a mis costados la multitud emerge envalentonada por el grito de guerra. Todo sucede muy rápido. Al que primero le doy es al Dueño. Un tiro, una caída. Apunto al cuerpo. Siento como si estuviera jugando a los viejos juegos electrónicos; cambio el cargador, me parece fácil. Caen como moscas, no toman ningún tipo de precaución en su avance, se exhiben sin resguardo. Ahora hay una veintena de personas desangrándose alrededor mío. Cambio el cargador. Los gritos de dolor comienzan a mellar el ánimo en la banda de Catalinas, desalientan al resto de la tropa que ya se retira, pero no del todo, más bien se reagrupan, como para disertar entre ellos. Los bombos y el cántico siguen, más modestos, pero constantes. Ubico una bala en la recamara. Aprovecho este instante para ver cómo sigue mi compañero: permanece a mi lado, se mantiene sin apoyar la pata delantera. Ayudado con el cuchillo saco el dardo que le sobresale del hombro, el pobre gruñe y se le escapa un aullido, tiene toda la espalda ensangrentada. Me devuelve una lamida de mano, acabo de cambiar de opinión y en esta acción de no abandonar a Mano-nu, me juego el futuro de la humanidad. Mientras las hordas se reorganizan, veo correr la sangre para mi derecha por el declive de la calle. Me quedan unas diecisiete balas. Si la cosa no marcha bien esta puede ser una solitaria y fría tumba en el futuro. Febo asoma. Los primeros rayos comienzan a aclarar la noche. El detalle del paisaje es cruento: zona de guerra. Los cuerpos muertos son desnudados, los que reciclan las prendas de los caídos pelean con la misma vehemencia que pusieron en mi persecución. A medida que aclara, la tropa se esconde. Parecen huidizos vampiros. Al tiempo que la luz avanza corre a la sombra y al gentío contenido en ella. Siguen su marcha en reverso hasta ponerse lejos de mi alcance visual. De repente caen flechas, pero lejos, sin puntería, sigo la parábola de su vuelo con tranquilidad. Escucho que un “héroe”, desde un puesto de vanguardia escondido detrás del mástil de una parada de colectivos, que es evidentemente muy estrecha para cubrir su cuerpo, grita instrucciones informándoles dónde es que estoy. Yo le tiro y el impacto de la bala le saca una de las zapatillas que sale volando. Todos se ríen y mandan a otro. Pero el elegido se vuelve. Sin embargo los demás lo amenazan y es obligado a ir hasta el sitio de vanguardia donde se había apostado el otro a dar las coordenadas para el lanzamiento de las flechas, que ya se acercan; van mejorando. Despego la rodilla que tenia en el suelo y me incorporo lentamente, doy un pequeño paso para atrás. Espero la batalla final. Primero tímida y luego licergicamente, en una avalancha enloquecedora de alaridos, la gente comienza a exponerse al día pleno. Ahora veo también que los “guerreros” están desbandados, están huyendo. Le imprimen a la carrera toda la velocidad que pueden, unos pasan por al lado mío, ignorándome con desparpajo. Hay pánico en sus semblantes, van para donde pueden, corren en zigzag, se chocan, caen y son atropellados por sus compañeros. El último tipo que dobla la esquina es perseguido por dos osos gigantes como el que me atacó en el lobby, tienen ese color blanco amarillento que fosforece en la nueva luz. Ahora un tercero viene arrastrando con la lengua la lata de carne que tiré seis cuadras atrás, junto a un cuarto que trae arrastrando, mordiendo por la pierna, el cuerpo sin vida de uno de los tanto locos que me perseguían. Los osos están surtiendo el efecto buscado, cazan a los que corren, los alcanzan con facilidad, son extremadamente rápidos, además no se detienen a comer, hieren, matan y siguen, como si esperasen juntar varios cuerpos para después volver para darse una panzada con todas las presas desparramadas. Uno de los osos se dirige hacia nosotros, le vacío lo que queda del cargador y lo ahuyento, pero de ninguna manera lo mato, me mira de costado mientras se va, gruñéndome enfurecido; los otros siguen en su faena sin prestarnos atención, porque ya todos los que podían escaparse se alejaron y quedaron tendidos los heridos y los muertos, que son finalmente el juguete y alimento de las bestias, que los despanzurran mordiendo los estómagos, arrancando las vísceras. Me subo a Mano-nu como la ovejita de Belén y nos metemos en lo que queda del edificio. El perro fiel me lame la cara.

lunes, 27 de agosto de 2012

La bienvenida

La bienvenida no es agradable, los ascensores están sin resguardo, al vacío, parecen dos bocas abiertas en un bostezo eterno, mudas y sin fondo. El palier es un pasillo largo con cuatro departamentos a los costados y uno al final de cabecera, nueve en total; está mal iluminado con unas pequeñas lámparas de aceite que hacen elevar una hélice de humo y hollín que va dejando en las paredes unas vetas negras. Todo es muy denso, claustrofóbico. Se escuchan unos gritos. Ninguna vivienda tiene la puerta, en su lugar hay unas cortinas de tiras negras como de goma. Una familia come sentada alrededor de una fuente con una montaña de comida blanca, ¿Arroz? Comen con la mano. Hacemos contacto visual. En la siguiente puerta una pareja coge en posición de perrito, enfrentando al pasillo, pero nos ignoran. En la que sigue otra dos personas están tiradas en unas colchonetas con una lámpara que apenas las ilumina, cada una sostiene una bolsa de nylon negra en su mano, parecen drogados. La falta de privacidad es terrible. Por la última puerta sale a recibirnos un personaje que hace un gritito idiota, como el de los delfines, salta de alegría, aplaude y se frota las manos de pura ansiedad. Ahora señala con sus índices para que entremos. —¡Cállate, falopero, cállate!— grita el Dueño y lo corre con una mano para entrar. El encargado de la recepción debe tener unos cincuenta años, me llega al hombro, de pelo corto negro y brillante, peinado para atrás como un cuervo; tiene piernas cortas pero fuertes, con unos mocasines sin medias en los pies y unas bermudas hechas con un viejo pantalón de vestir; el tronco es ancho y de brazos largos, fibrosos, viste una chomba color lavanda, manchada por todos lados con un agujero enorme en la espalda; lleva unos lentes de marco grueso, con uno de los vidrios totalmente pintado de negro y el otro color verdoso con una rajadura como una telaraña. Pasamos uno a uno, él para mirarnos, levanta y baja los lentes en un movimiento obsesivo, más que lentes son como un antifaz. La habitación, que sería el living, está bien iluminada pero tiene la ventanas tapiadas igual que el balcón. El aire esta muy viciado. Ahora, de una de las puertas, silenciosa y con la gracia de un hipopótamo, sale la que supongo es “La dueña”, madre de los muchachos y la niña muerta. —Ya te escuché Delfín. Andá a preparar la comida —dice hablando fuerte. Tiene puesto un batón de gasa color gris que se transparenta todo, los pezones los tiene del tamaño de un plato de café. Va sobre el Dueño, ágil, y con gracia arrastra un dedo por la pared dejando una línea amarilla, el color verdadero detrás de una patina de hollín. Sus ojos negros se posan en mí y la furia se dibuja en su cara, comienza a revolear las manos, violenta; un manotazo se lo da al el Dueño en la cara y lo sienta de culo, los idiotas también cobran unos cachetazos cada uno, maternales pero sonoros. Mano-Nu recula sobre sí mismo en un movimiento de terror y cae para atrás como si le hubieran tirado gas pimienta en la cara. Delfín corre, desaparece por una de las puertas haciendo ese gritito insufrible. Ella baja la mirada en un gesto cansado y entonces comienza un monologo sobreactuado que parece haber repetido mil veces: —Te mando a buscar a tu hija, que se escapó hace dos días porque se encariñó con el perro que íbamos a cenar. ¡Está perdida, hace dos días en tierra de osos! ¿Entendes eso? ¿O qué tenés en la cabeza? Y no volvés con ella, si no que volvés con el perro y con otro para alimentar. Hay hombres que no deberían ser padres. —Termina de hablar y pega un manotazo contra la pared, donde queda marcada, amarilla, su palma. Al irse arrastra los cinco dedos y grita melodramática: —¡Y te la vas a buscar ya! ¡Porque te tiro por el balcón al fuego!—. Todavía parado en la mitad de la habitación estoy yo, los demás están descolocados, desde el suelo el Dueño llama a Delfín, que se acerca tan servil que da lastima, hace grititos en tonos contemplativos: “qui, qui, qui, qui” gesticula ampuloso relatando lo sucedido con movimientos de azafata y termina con los brazos en jarra y haciendo trompa como un pato, mientras mueve la cabeza para uno y otro lado. Por fin lo ayuda a levantarse al Dueño, le acerca una silla que es arrancada de la mano con desaire. El Dueño se sienta, se pasa las manos por la cara y reflexiona, extiende el brazo y con el dedo índice le señala algo que Delfín entiende perfectamente y se va a hacer. Delfín trae cosas, atados de ropa. El Dueño da vuelta su morral vaciándolo sobre una mesita próxima. —El menor pezo pozible, ziempre—dice y mira el sinfín de chucherías: un porta retrato si vidrio, una jabonera de plástico, un “mouse” sin cable, mi pistola y los tres cargadores. Pez (por la marca en la frente puedo asegurar que es él) mira atento desde un rincón, va directo a manipular el arma cargada; se ríe bajito como que va haciendo una travesura, el hermano enseguida se acerca a ver, curioso, y de pronto intenta un arrebato. Comienza el tironeo, pero finalmente Pez lo aleja con un empujón y le apunta con el arma, aprieta el gatillo trabado por el seguro y grita: “¡Pum!”, ambos se ríen y se callan al unísono cuando entra el padre que está vestido con una polera abajo del gamulán y en la cabeza se ha puesto un cuello de polar que le hace un sombrero como de chimenea. En la mano, el padre y “Dueño”, tiene un arpón y en la otra un puñado de dardos emplumados. Ahora deja el cuchillo blanco en el mueble. “Como para llevar juguetez eztoy yo”. Entonces le arranca de la mano la pistola a su hijo Pez y la tira en un rincón, despectivamente. Al otro, a Buda, le ordena: —Andá a terminar de preparar todo. Buda sale corriendo hacia la otra habitación y en la corrida golpea con el hombro el marco de la puerta. —Y vozz, pajero —se dirige a Pez—, te vaz a quedar cuidando a ezte y a tu madre y al inútil de Delfín. Tratá de que no ze te ezcape el zorete. Te doy un conzejo: zacale laz botaz, azí no ze te va ir. Zi ze te ezcapa te juro que te mato y te comemoz. ¿Clarinete? —dice en una mezcla de reto cariñoso. Pez asiente con la cabeza. Yo me saco las botas y las medias, y Pez me las pone una en cada hombro riéndose. Buda se aparece ya pertrechado con un pasamontañas blanco y una mochila bastante cargada. Él y su padre agarran el resto de los bultos y se van. A mí me sientan en una silla algo destartalada, en un rincón, con las manos atadas a la espada. También me ata la correa que me puso al cuello al respaldo de la silla, creo que se esta haciendo el gracioso, a Mano-Nu lo ata a un caño que sobresale de la pared y la casa vuelve a la normalidad con nosotros en el medio. Delfín se trae una silla de jardín para sentarse, se acerca a una de las lámparas humeantes con un peine en la mano, le pasa la lengua por los dientes, mojándolos como si fuera un sobre y lo restriega por la pared dejando las marcas, que por arte de magia desaparecen tapadas por una nueva capa de hollín que sale de la lámpara. Se peina con vehemencia; cada tanto se levanta los lentes para mirar algo de cerca en el peine y comienza otra vez a hacer la secuencia, lo lame, lo frota y se peina para atrás, la cabeza le brilla oscura como la noche. La dueña vuelve a aparecer, se apoya la palma de la mano en la frente, y resopla con desgano mientras que saca de su bolsillo una bolsa de plástico negra. Delfín comienza a hacer gritos de advertencia señalándola, la señora coloca sobre la lámpara la bolsa mugrienta, que se infla de aire caliente y hollín, después captura el extremo con el puño, para atrapar todo y se lo lleva a la nariz y boca inhalando violentamente, lo retiene unos segundos y lo exhala con un pitido asmático, tose un par de veces mientras asimila el golpe. Como Delfín no para con sus gritos, le tira un manotazo. Medio drogada y a los tumbos desaparece por donde entró. Pez aparece con cara “¿de que pasa acá?”. Delfín gesticula en una suerte de mímica, y lo remata con los brazos en jarra haciendo el gesto de “no puede ser”, y sigue peinándose. Pez agarra una caja vieja de galletitas y la sacude haciendo sonar su contenido, parecen muchas piezas sueltas, o fichas de algo. Delfín arma rápidamente una mesa plegable de camping en la mitad del living y se acerca una silla, Pez se acomoda en el otro extremo y da vuelta la caja vaciando su contenido sobre la mesa. Son de piezas de dominó clásico. —¡Ey! —les digo señalando con la cabeza la mesa–. Les rompo el orto a los dos. ¡Pajeros! Delfín se levanta los lentes para mirarme sorprendido, Pez se ríe mientras mastica algo correoso con la boca abierta. —Sinomedigá —saca de su bota un cuchillito, se pone atrás mío y por primera vez me habla, al oído, con una voz ronca, me apoya el cuchillo en la mejilla y me avisa—: sitequérecapátemato. Hacemos apuestas con unas monedas que Pez trajo en una lata de nesquik despintada que sacó de un archivo de oficina. Son de un centavo, pequeñas y pesadas, hay cientos ¿De dónde las habrán sacado? Son buenos jugadores, Delfín es el mejor y lo disfruta festejando con su risa característica, Pez es mas teatral en el festejo. Yo gano y pierdo. Jugamos en silencio, con mucha especulación. Para mí es de vida o muerte. Nos interrumpe la madre que vuelve a hacer su aparición, infla la bolsa, inhala y exhala. Delfín mira a Pez y después a la madre con un gesto de desaprobación. Pez juega su turno, resoplando por la nariz, la madre ni acusa recibo y se va, se escucha el estruendo que hace cuando se deja caer en peso muerto sobre su cama. Yo tengo una buena mano y acumulo un buen puñado de monedas, las junto con mis dos manos para calcular el peso, y haciéndome el gracioso en un festejo excesivo hago ademanes de que guardo las monedas en mi bolsa utilizando una de las medias que todavía tengo en el hombro, todos nos reímos con camaradería festejando mi chiste. Con la media bien cargada, en un rápido movimiento la revoleo y le doy de lleno en un lado de la cara a Pez que cae conmocionado en convulsiones. Mano-nu, que hasta ese momento estaba hecho un bollo, salta de su letargo hasta donde le da la correa y muerde a Delfín en el brazo, que del pavor parece no poder emitir sonido, la boca se le mueve pero está mudo, se le caen los lentes en el sacudón y me mira con los dos ojos abiertos y en alarma, el perro lo tiene inmovilizado de un brazo, le suelto la correa. Lo primero que hago es recargar el morral con mis pertenencias. Agarro el cuchillo, las tres latas de carne, los cargadores de la pistola y el arma, le saco el seguro y la guardo, agarro la media para calzarme. El sonido de la dueña corriendo pesadamente, me alerta, se sienten las vibraciones en le piso antes de verla, tiene el paso corto, es una tanqueta lanzada en un ataque suicida. En un solo movimiento le doy un batazo en la cara con la media enmonedada, no se de donde pero sangra manchando la pared y a Delfín, que ahora sí comienza a gritar lo mas fuerte que puede. Ella cae pesada en el lugar, parece muerta, un culatazo a Delfín lo desmaya antes del golpe. Mano-Nu me mira atento con las orejas paradas, cuando yo giro la cabeza para salir corriendo él se abalanza para seguirme. Voy directo ala escalera, desde arriba escucho al Dueño que viene subiendo a las puteadas; está tres pisos abajo nuestro. Desciendo lo mas rápido que puedo un piso y nos escondemos en el primer pasillo, fuera de su vista. Mientras sube por la escalera va susurrando un mantra de malas palabras, se olvido algo. Inmediatamente corremos hacia bajo. Nos detenemos cuando escuchamos que el Dueño, allá arriba, empieza a gritar. Es como un rugido de odio, también lo escucho a Delfín en un cacareo histérico y que de repente pasa por delante nuestro en caída libre por el hueco de la escalera, el estruendo que hace al tocar el piso es terrible. Cuando me asomo está boca abajo, las piernas tienen una flexión antinatural, parece un dibujo egipcio, y se le forma un charco de sangre alrededor de la cabeza. El dueño nos ve y grita señalándonos: —¡Hijoz de puta! ¡Loz mato!!!

sábado, 21 de julio de 2012

La vuelta

El sol va ganando el lobby del cuarto subsuelo con un rebote arquitectónico perfecto de la luz radiante. Me despierto con la sensación agridulce de haber soñado y no recordar qué, lo único que puedo retener es esta vieja canción que rebota en mi cabeza de un hemisferio a otro; me toma unos segundos reconocerla cuando la tarareo: “Star me up”. Es un gesto optimista frente al nuevo día que se eleva. Con Mano-nu nos desperezamos y bostezamos al unísono. Comemos y no escatimamos nada, “está todo pago”, le digo a Mano-nu en voz alta. Si todo sale bien hoy a la noche voy estar en casa, en el pasado. Mi objetivo: el edificio de Carlos Calvo en la Boca. Me ubico. Tomo Paseo Colón y sonrío al verla tan limpia. Mi espalda cada tanto me recuerda el encontronazo de ayer, pero la fórmula en mí poder es un envión anímico que actúa como analgésico. Dominique me la ha dejado grabada en algo similar a un billete de plástico, fino como el papel pero resistente como el PVC. El billete viene enroscado y contenido en un tubito del mismo material. La fórmula: una ecuación de diez caracteres que serán interpretados y descifrados por una computadora en una media hora. El viento cambia, y como cambia el viento, todo cambia. Una brisa fría me pega de frente y mi olor se esparce como el humo de una chimenea a cientos de metros atrás mío. Adelante la presencia humana se materializa otra vez. Montículos de basura, escritorios viejos de metal, sillas de oficinas peladas, percheros. Alguien puso, de una manera eficiente y seguramente en forma de defensa, una muralla alta, de unos tres metros de metal oxidado y filoso, intrepables, que forma una contención de muro a muro atravesando la calle. Mano-nu olisquea tranquilo, mea, y comienza a bordear la muralla, yo camino atrás de él. Y de repente veo una abertura, mi mandíbula va cediendo por su peso natural ante el laberinto que me muestra, es como el de los Cocos, pero de una chatarra que se disemina entre paredes y contra paredes que parecen interminables. Mano-nu me mira sentado, jadeando con la lengua a fuera. Nos aventuramos. En diez minutos estoy completamente perdido. Mano-nu levanta las orejas, escucho el ruido de metal contra metal, algo se mueve del otro lado de la muralla. Me quedo inmóvil. Un silbido bajito, después un flash y el piso que se acerca hacia mi cara. Pip, se me apaga la luz. Veo todo borroso, estoy tumbado y me duelen los hombros, tengo las manos atadas en la espalda, la cabeza me late por el golpe. Me pregunto si estoy soñando, lo que veo parece salido del cuento Alicia en el país de las maravillas. Un tipo, arriba de la montaña de desechos, en cuclillas y con un palo de golf cruzado sobre las rodillas, me mira fijo; tiene unos cincuenta años, cara chupada, pómulos marcados, solo conserva una corona de pelo largo y oscuro que da la imagen de un nido con un solo huevo. Está abrigado con un gamulán con corderito, antiquísimo, que no tiene las mangas; usa las solapas levantadas, botones colmillos y un cinturón negro por fuera; lleva unos pantalones cargo de corderoy verde oliva descolorido y borceguíes plásticos de antaño. Me mira fijo, quieto, en pausa, inclina la cabeza para un lado y canchero escupe, extiende una mano mostrándome algo que no llego a ver. —¿De dónde zacaste ezto? —me pregunta en un castellano ceceoso. No logro entender qué es lo que me muestra. Entonces, sin dejar de mirarme fijo, le da cuerda, cric, cric, cric, y lo activa. Es el mecanismo de cajita de música que tenia la nena congelada de calle Maipú. Se escucha la música que ejecuta la maquinita, es una versión angelical de “Star me up”, ahora entiendo de dónde salió la melodía con la que me desperté hoy. Mi captor tiene en su cinturón el cuchillo blanco mío, al costado veo el resto de mis partencias: la foto, la carta y las fórmulas desechadas; no está la pistola, ni la comida, tampoco Mano-nu está a la vista. —¿De dónde zacaste ezto? ¿Me entendez lo que te quiero dezir? —insiste y vuelve a mostrarme la maquinita. Dos hombres aparecen ahora, son gemelos jóvenes, no más de dieciocho años. Me miran con una expresión de mono con la boca fruncida, diciendo “uh”; ambos tienen ropa deportiva con remiendos sobre remiendos, parecen abrigados con colchas patchwork. Uno de ellos trae a Mano-nu atado con una correa de persiana; el perro no parece resistirse. El otro carga una ballesta. El del palo de golf me mira; achina los ojos, hace un chasquido con la boca y dice: —Yo, zoy el dueño de ezte lugar, ezte ez mi territorio de caza y estoz son miz hijoz: Buda y Pez, eztamoz buzcando a mi hija menor dezde ayer, ezte ez zu juguete, y eze que eztá ahí ez zu perro… Vuelvo y te pregunto ¿Dónde eztá zu dueña? Yo le digo la verdad, que la máquina y el perro estaban junto al cadáver de una nena en Diagonal Norte y Maipú. Se hace entonces un silencio general. Temo por las consecuencias. El padre comienza a cambiar paulatinamente su expresión de un semblante serio a una incipiente carcajada, va achinando los ojos, los muchachos lo imitan por reflejo. Cuando termina de reírse baja del montículo de basura con agilidad, usando los brazos y las piernas coordinadamente. Aún riéndose, con su mano en mi hombro, trata de imitarme haciéndome burla: —Junto a un ¿cabader? ¡Ja, ja, ja! ¿En diagonal norte y maipú? ¡Ja, ja, ja! ¿Qué carajo quiere dezir ezo? La nena. ¿Dónde ezta la nena? —Cuando termina la frase escuchamos un bramido a lo lejos. Todos alerta. Con la mirada para arriba y las manos atrás, dije fuerte y claro: —Puedo llevarlos a donde está. —Fue lo mejor que se me ocurrió para ganar tiempo. El jefe, o dueño, como a sí mismo se nombró, padre de los muchachos y seguro también de la nena muerta, mira preocupado arrugando su gesto, como si estuviese haciendo un esfuerzo para pensar; chasquea con la lengua y escupe al suelo una saliva color marrón oscuro. No me mira, los muchachos tampoco, todos dirigen los ojos por sobre mi persona, hasta Mano-nu tiene las orejas totalmente erguidas, en alerta, oliendo el aire. Parece que soy el único que ignora la peligrosidad del momento. Un nuevo rugido se escucha mucho más cerca. De pronto los muchachos trepan la pared con agilidad en busca de altura. El dueño del lugar, como se presentó, observaba tenso la lontananza haciéndose techito con la mano arriba de los ojos. Ahora chifla largo y agudo, y algún tipo de pájaro, tal es el sonido que escucho, parece que le respondiera; entonces se miran los tres y asienten. Me dejo caer a un lado, con las manos todavía atadas agarro el tubito de plástico con la fórmula, me la escondo en la manga de mi abrigo y me despido en silencio de la foto y demás cosas. Con un movimiento de cabeza, el dueño le señala qué hacer al mellizo que está más cercano a mí. Recibo un collar de perro y un tirón con fuerza para ponerme de pie. —Mañana vamoz a ir a buzcarla, le vamoz a dar una buena leczión. ¡Al refugio, a pazar la noche! Yo me pregunto qué habrá hecho esa criatura. ¿Qué travesura habrá cometido? De lo que sí tengo certeza es que la lección fue durísima. Caminamos veinte minutos por este laberinto de basura, no pienso resistirme, nos dirigimos directo al sur, al edificio de Carlos Calvo. Llegamos y lo que veo lo sobrepasa a todo, osos, palomas o cualquier otra cosa que se me hubiera presentado en este corto viaje. El barrio de monoblocks Catalina Sur es lo único que sobresale, lo único que queda en pie. Las míticas, inmortales, seis torres han sobrevivido, se mantienen erguidas, como una fortaleza, rodeadas por una muralla de unos seis metros de altura hecha de cubiertas de auto. Correa al cuello y con el grupo, atravieso la muralla por un puente, hecho de chapas apoyadas sobre las gomas y unidas por eslabones de metal, es totalmente inestables y desembocan en una abertura de unos ocho metros de ancho con guardias en los extremos. Miran asombrados, el jefe y dueño camina orgulloso. Me hace el city tour: —Eztaz murallaz zon aprueba de ozoz, no ze animan a caminar por arriba, ja, y zi lo intentan por el puente los matamoz y loz comemoz. ¡Ja ja ja! —Los muchachos imitan el gesto de tirar la cabeza para atrás y la carcajada, siguiéndole la corriente, repitiendo el final de la frase del padre: —Los comemos, ja ja. —Demuestran una psiquis muy básica. Pasamos entre los dos primeros edificios y desembocamos en el patio central del complejo habitacional. Comprendo dónde fue a parar todo lo que no se ve en las calles: es un depósito a cielo abierto de cosas viejas e inútiles, autos desguasados, muebles rotos, una vieja máquina de escribir. Todo está cubierto por una capa de papelitos recortados en cuadraditos, algunos blancos, pulcros, y otros sucios y viejos, cubren el piso y los trastos abandonados del inmenso patio, parece nevado. En los dos extremos del patio hay fogatas enormes, arden a base de cualquier cosa que la gente arroje de los balcones. A los costados hay muebles enteros, llantas de camiones, el olor es muy fuerte pero la temperatura es bastante más alta que la de los alrededores. De un tercer piso un tipo con el torso desnudo tira a la hoguera cuatro maniquís de distintas edades y sexo, con pelucas. El plástico de los muñecos primero produce un humo negro áspero, después el humo deja de salir y todo se ilumina en el patio, haciendo proyectar nuestras sombras gigantes contra el edificio a nuestras espaldas. No creo que esta sea la hora pico del patio, todos ya se refugiaron para pasar la noche, hay poca gente dando vuelta, la mayoría parece tener alguna ocupación específica. Se repite en todos la ropa deportiva, remendada, es ropa de fibras sintéticas, muy poco biodegradable supongo, resistentes al tiempo. Al costado, en la base del patio, de un gancho medio oxidado cuelgan tres perros, tienen atravesados las gargantas y el gancho les sale por la boca, son de la misma raza que Mano-nu, con diferentes pelajes, abiertos en canal, sin vísceras, los tres vacíos como pollos, y tiene manchadas las pieles de pelo largo con su propia sangre, han sido carneados para consumo. Hay dos carniceros en cueros, manchados con sangre hasta los codos, que manipulan a estos perros colgados; les arrancan la piel uno por uno, tiran desde la base del cuello para abajo hasta sacarle completamente, y de una sola vez, el cuero; queda entonces al aire la masa muscular roja punzó. Mano-nu me mira angustiado y gime. Caminamos en fila, el dueño, Buda, o Pez, que me lleva con la soga al cuello, el otro tarado más atrás y Mano-nu, que va como paseando. Un pensamiento se cristaliza en mi mente: “no importa los medios por los cuales logre mi objetivo, si lo logro, toda esta gente va a existir en un mejor contexto”. Primero un bombo comienza a sonar y se le van sumando más instrumentos de percusión. Un ritmo lento pero potente, pum pum, pum, parece algún tipo de ritual. Un alarido ahora da comienzo a un canto casi mántrico del que reconozco palabras aisladas: “federal, hermana, botón”, también reconozco palabras en inglés, pero dichas en una fonética local, algo así como “satisfeiyon”. El dueño canta agitando los brazos, hace el gesto de “ahora vas a ver”. Los dos idiotas de sus hijos lo imitan, como en todo. Mi percepción me jugó una mala pasada: por un instante, en mi campo visual entra algo blanco que cae muy despacio, en un bamboleo que es como danza, parece un copo de nieve, pero no, así no se mueven los copos de nieve, es un papelito, son papelitos. Las ventanas y los balcones están ocupados por gentes que cantan, tocan el bombo y tiran papelitos. El dueño gira sobre sus talones, con los brazos extendidos, las palmas de las manos mirando al cielo y agarrando los papelitos que se le van en ellas acumulando. Ahora corre al hijo con un movimiento sobre actuado, y mientras sonríe me mira a los ojos: —¿Me entendéz lo que te quiero decir? —Entrecierra los ojos y mueve la cabeza como el muñequito del león que llevan los taxis. Siete pisos por escalera. Los peldaños parecen haber sido arrancados, caminamos sobre el cemento desvencijado por el subir y bajar. Mano-nu empieza a resistirse y recibe una patada y un fuerte tirón de la correa; vuelve a tironear y recibe dos patadas, esta vez en la cara y en el cuarto trasero, que lo hacen chillar como todo los perros. El grupo se ha detenido gracias al mal comportamiento del animal. El dueño se saca. —¡Falopero! ¿No podéz controlar un perro que no noz va a dar de comer ni doz díaz? ¡Pajero¡ ¿Voz querez venir a cazar ozoz conmigo? Mañana voz no vaz a venir conmigo, te vas a quedar cuidando al enclenque ezte y al animal, que ezpero que para cuando vuelva ya ezté cocinado. ¿Me entendizte lo que te dije? ¡Falopero y pajero! ¿Voz cual de loz doz zoz? —La cara de estúpido que hace el hijo es tremenda, para colmo el hermano se ríe cuando el padre le da la espalda, le hace muecas y señas, un reverendo pelotudo. El que recibe el reto baja la cabeza antes de decir bajito: “Pez”. El padre se acerca y saca de su bolsillo un marcador, se lo lleva a la boca para sacarle el capuchón, escupe la punta y le hace una vistosa marca en la frente gritándole lo más fuerte que puede—: ¡Como que te borréz la marca y te mezcléz, te mato! Continuamos la marcha, el perro renguea.

sábado, 10 de marzo de 2012

Precuela o pasado.

El pasado

Cuando los análisis empezaron a dar mal, fue como un mazazo. En el principio los diagnósticos eran reservados, se recetaba una dura dosis de quimio; suponían que era cáncer. Era peor. En casi todos los casos la receta no hacía más que debilitar al paciente, no duraban más de unos dos años. Surgieron casos en todo el mundo, decían que avanzaba muy rápido. En la jerga científica se le llama “germinando” cuando un proyecto ya demostró que es efectivo pero se está desarrollando. En ese estado estaba la cura de esta rara enfermedad, que era tan nueva y mutaba tan rápido que había que encontrar la cepa madre, algo complejo en otro tiempo, pero en estos solo tiempo de cálculos. “Tenemos para dos años, mínimo” me dijo un colega que trabajaba para el laboratorio más avanzado. Él estaba contento porque ya habían vendido la patente a algunos países que tenían pensado hacer su negocio con países más chicos, administrando las dosis y especulando con negocios inmobiliarios.

Micol estaba en el pasillo del hospital, sentada en un banco con Dominique. Me miraban desde un par de metros mientras yo hablaba con los doctores. Tuve que concentrarme para no atravesar mi cara con lo que sentía. Dominique no necesitó preguntarme nada. Micol insistía en seguir su vida normal, después del verano de quimio no le quedaba ni un pelo. Mi pasatiempo preferido era verla dormir, sentía que tenía que aprovechar todo el tiempo que pudiera con ella, todo era un regalo. Micol era huérfana de nacimiento, y yo era viudo, los dos al unísono habíamos recibido un duro golpe juntos. Se llevaba bien con Dominique, mi mujer, eran bastante amigas. Por las noches “D” me buscaba en la puerta de su dormitorio mientras la observaba, para llevarme a la cama como un chico que no quiere acostarse.
El primer día de clase Micol estaba totalmente lampiña, parecía un pollo mojado. No había querido ir a la pileta ni salir mucho de la casa durante las vacaciones del colegio, así que su común tono de piel pálido era profundo. Solo se comunicaba con sus compañeras de curso vía video conferencia. Excepcionalmente, el primer día de clase, me pidió entrar directamente al aula, para evitar las miradas indiscretas de sus compañeros. Subimos los dos pisos por la escalera, me pesaban las piernas. Cuando llegamos la puerta del aula estaba cerrada, estaban tomando asistencia. Nos quedamos unos segundos en silencio, antes de golpear; le puse la mano en el hombro, ella respiró, miró fijamente hacia delante y empujó la pesada puerta. Todos sus compañeros estaban rapados a cero. Micol se detuvo un instante, sonrío, se dirigió a su banco y comenzó a sacar los libros. Yo estaba parado atónito, necesité su orden para irme en silencio por esos pasillos gigantes y vacíos. Me fui directo al edificio del Inti a ver a Dominique, hacía un calor terrible, cuando entré en el edificio vidriado el aire acondicionado pegó a mi espalda la camisa transpirada, los mármoles daban una aspecto de morgue futurista todo era minimalista. Subí por la escalera. Nos sentamos en un sillón en su oficina y le conté mi plan de viajar al futuro a buscar la fórmula y volver. También le dije que necesitaba su ayuda desde el presente. El sacrificio de vivir la vida separados lo afrontaría ella, yo solo saltaría en el tiempo. Esa noche dormimos juntos, nos despedimos muchas veces, después me quedé un buen rato mirando a mi hija. Decidimos no decirle nada, si todo salía bien, en tres días a más tardar estaría de vuelta. De otro modo, ya estaba condenada.

La burocracia estatal me permitía presentar mis informes semestralmente, con lo cual, en esos seis meses, avanzaba mucho sin trabas. Mi proyecto del CONICET para la teletransportación de materia era un éxito, ya habíamos logrado trasladar vida en el tiempo. Para un posible viaje humano se tramaron protocolos muy complejos, por miedo a modificar el pasado y al unísono modificar el presente, una mutación temporal que nadie podría manejar realmente, incluso se tenía muy en cuenta los materiales que viajaban: la ropa estaba hecha de una fibra que se dilataba con el calor y se contraía con el frío, lo cual hacía adaptar a la prenda con la temperatura ambiente; lo mismo las botas, medias, ropa interior, pantalón, camiseta, pulóver y campera. El equipaje era liviano, simple: comida para dos días, fuego, arma, y una carpetita con datos y fotos plastificadas para refrescarse la memoria en caso de una posible amnesia el viaje. Nada nos preguntamos sobre el futuro.
Los experimentos con ratas entrenadas daban resultados parcialmente positivos. La rata Bonny estaba entrenada para recoger una pequeña piedra y guardarla en un pequeño bolso que colgaba de su arnés, luego se volvía a subir ala cápsula y como recompensa recibía comida; su otro hit era la velocidad con que resolvía complejos laberintos y la capacidad de retenerlos, e identificarlos en repetición, lo recorría sin errores, directo ha la comida, mantecol. Pero cuando viajaba algo sucedía, abríamos la trampa y encontrábamos una simple y común rata blanca, de ojos rojos saltones y orejas color rosa, que olisqueaba y roía probando todo por primera vez, mordía lo que se le acercaba, incluso dedos, era extremadamente curiosa, investigaba todo y nos miraba estresada. Con el tiempo recuperaba la memoria y volvía a ser el mismo animal inteligente.
Nunca logró traer una piedra, solo pudimos analizar pequeñas partículas que se le pegaban mientras caminaba, desconcertada por algún lugar del pasado, incluso suponíamos que reingresaba a la cápsula con la mera intención de seguir el rastro de ella misma, que no reconocía; el aparato se activaba automáticamente con el animal en el cubículo, y la traía de vuelta.

El día programado para el salto al pasado, llegué una hora antes que todos. Me vestí lento pero sin pausa, todo era muy cómodo y liviano, guardé en un bolsillo del brazo, junto con los fósforos, una foto de Micol de cuando tenia seis años; tiene los ojos de la mama, pensé. Antes de entrar a la cápsula tomé un cuaderno de espiral y me anoté algunas instrucciones para la llegada en una hoja, la arranqué, me metí en la capsula, programé la fecha a veinte años,
y apreté el gran botón rojo.

domingo, 22 de enero de 2012

Tercer tramo "La formula"

Del frente vidriado del edificio no queda nada, solo la estructura de metal escuálida. El lobby es amplio, lo atravieso hasta la mesa de entrada, el mármol brilla, todo parece nuevo. En un segundo de reflexión me parece mentira que hace una semana, en el pasado, yo estuviera acá mismo anunciándome con la recepcionista. Me recupero apoyado en la mesa de entrada, el vapor de mi aliento es denso, afuera el día está soleado y acá dentro la temperatura contrasta.
La adrenalina hace latir mis sienes. Retrocedo hasta la esquina y espío a mi perseguidor mientras trato de recuperar el aliento; no lo veo. Mano Nu está ansioso, me tironea de la manga delicadamente pero con firmeza, quiere que lo siga. Un optimismo apresurado me invade, estoy cerca, tengo que seguir; tengo que seguir, me repito
Llego hasta una escalera ancha que va para abajo y que me atrae como un imán. Está iluminada por la luz de la tarde que entra por todos lados, baja cuatro niveles desde acá, en la planta baja, en un cuadrado hacia los subsuelos con escalones que van pegados a la paredes, con descansos en cada vértice y en el medio el vacío. La baranda de bronce, verdosa y oxidada, me produce vértigo porque no tiene los paneles de vidrio que antes la completaba, está nada más que el pasamanos sostenido por las columnitas que forman una balaustrada delgada y débil.
Mano Nu está algo alterado, apoya sus patas delanteras arriba en mi falda y ensaya una serie de gruñidos y aullidos de bajo tono que me transmiten ansiedad. Ahora me da la espalda y corre. Entonces veo una sombra gigante, debe ser un animal del tamaño de una camioneta familiar. Casi seguro es el mismo oso que nos ha alcanzado. Le pega el sol de costado y el reflejo hace que el pelo se vea amarillento. No me ve, viene olfateando el suelo, huele un macetón grande donde hace diez minutos nos apoyamos y alguna vez hubo un árbol. Ahora se para en dos patas y lo empuja con fuerza, lo da vueltas y lo sigue arrastrando, parece estar jugando. El miedo no me deja respirar. Agarro con firmeza la barreta lanza, las manos me transpiran, no creo poder hacer mucho si me descubre. Lentamente apoyo un pie en el primer escalón, y así comienzo a descender.
En el primer descanso hago una pausa estiro el cuello e intento mirar para arriba, pero no veo nada desde este ángulo. Estoy pegado a la pared, me muevo un poco al vacío de la escalera para ver mejor hacia arriba, para averiguar si el oso entró al recinto. En este movimiento, sin darme cuenta, toco la baranda con la barra de acero y entonces se desprende de su base como si hubiera estado pegada solo por el sarro. Pero no cae esta parte sola. En cámara lenta, en un efecto dominó, el pedazo que toqué arrastra toda la baranda como si fuese una cinta que se despega de los bordes, y sus columnitas una a una, van cayendo. Cuando todo eso se encuentra con el suelo hace un estruendo ensordecedor e inocultable. El hueco interno de la escalera ahora no tiene protección y es un abismo.
Siento entonces un galope que hace vibrar el piso: el oso ha entrado. Miro hacia arriba y sí, asoma la cabeza gigante por el borde de la escalera. En cuanto hacemos contacto visual me saluda con un bramido terrible; las encías violetas sostienen una fila de dientes como estalactitas; el labio inferior cuelga rojo y parece la cresta de un gallo, babea, se le está haciendo agua la boca. Me sostiene la mirada y gruñe, pareciera que me dedica maldiciones. Ahora se para en dos patas y vuelve a rugir, contento. Me reclama como propio.
Levanto la lanza que no es más gruesa que un dedo con una punta símil flecha afilada en el cemento, como para tratar de asustarlo, anunciándole que estoy dispuesto y puedo lastimarlo. Pero por primera vez dudo que pueda atravesar la gruesa piel del monstruo y barajo la posibilidad de que todo termine acá.
Ahora se asoma desde la base de la escalera, la distancia me favorece, igual amago y grito tratando de convencer no sé a quién, él me responde con un zarpazo que me abanica viento frío. Quiere bajar hasta mí. Intenta un primer paso y retrocede frustrado. Intenta otra vez y vuelve a retroceder. Refunfuña como un nene caprichoso haciendo un movimiento negativo con la cabeza. La pata no le entra en el escalón y se resbala. Avanza nuevamente, trastabilla casi perdiendo sustento, y casi cae, pero logra volverse para atrás. Ahora sí que está enojado y me lo grita con toda su fuerza. Evalúa, mirándome fijo. Entonces me parece que se dispone a saltar hacia mí, nos separan veinte escalones. Se prepara como un nadador al borde de una pileta a punto de comenzar una carrera, veo tensados sus músculos.
¡Mano Nu ataca desde atrás mordiendo su pata trasera! El oso gira con rapidez y con un movimiento despectivo, como quien se saca una chancleta, lanza al perro a más de tres metros de distancia; Mano Nu se levanta inmediatamente y vuelve a la carga. El oso lo enfrenta y avanza hacia él, dándome el espacio suficiente para ganar el llano del lobby y con un grito de batalla lanzarme sobre la bestia blanca.
El zumbido que hace la vara metálica al cortar el aire es prometedor; le doy de lleno en la cara, cortándole perpendicularmente el ojo. Recula torpe, sorprendido.
La herida se abre como un cierre relámpago y la sangre que brota tiñe su cara blanca.
El tiempo se detiene. Los tres nos quedamos una milésima de segundos inmóviles.
La bestia se me abalanza totalmente desbocada. Con un grito de dolor me da un manotazo que me arroja por la escalera rodando por los escalones hasta el primer descanso. Se me apaga la luz.
Me despierto sin saber dónde estoy, otra vez… Mano Nu lame mi cara ensangrentada. Tengo un corte en el cuero cabelludo, el dolor baja desde los músculos de la nuca hasta mi cintura. La campera tiene cuatro cortes descendentes que dan fe del golpe que recibí. Cada uno se llevó su parte. Mano Nu me mira con la lengua afuera, jadeando, parece sonreír, a mí me duele hasta el pelo. Desde acá el cielo se ve naranja, ha comenzado el atardecer. Debo haber estado inconciente un buen rato, la temperatura baja con el sol y tengo que aprovechar la luz natural.
A simple vista, en los cuatro pisos que bajé no hay nada, las oficinas están vacías, no hay sillones ni escritorios, todo limpio. Voy directo al último subsuelo como dice la nota. Mano Nu baja conmigo pero se detiene en la escalera, se recuesta en uno de los últimos rayos de luz y desde ahí me mira.
No hay nada salvo los restos de la baranda desparramados por todas partes y el vestuario del personal. Hay una pared cubierta por un mueble de casilleros de metal, ninguno conserva su puerta, pero está intacto y todavía bien empotrado a la pared.
La luz se va, la oscuridad y el frío ganan espacio. Meto la barra entre el mueble y la pared y hago palanca. La mampostería se desprende medio podrida, pongo toda mi fuerza y el mueble cae, pesado, haciendo un ruido brutal. Mano Nu baja curioso y me encuentra frente a una puerta bastante más chica de lo normal.
Mientras mi vista se acostumbra a la penumbra, busco en mi campera la cajita con los fósforos que me quedan. Hay tres, es a todo o nada. El primero es un disparo en la oscuridad; el fogonazo ilumina la habitación con la potencia de una bengala, miro todo lo mas rápido que puedo: la habitación es el antiguo deposito de limpieza, frente a mí hay un escritorio de madera que arriba tiene una caja de cartón grueso sobre la cual hay un sobre blanco que parece una carta. En la punta de la pirámide hay aferrado un plato de té con una vela amarillenta pegada en el medio. El fósforo ya me quema los dedos. Con el segundo prendo la vela. La luz tenue y el silencio absoluto me dan la sensación de estar en un sepulcro.
En la caja de cartón hay varias latas plateadas sin etiqueta, cuatro botellas de agua, una de ellas vacía, una pequeña valijita de plástico que contiene una pistola que parece de juguete, tres cargadores vacíos y tres cajas de balas apiladas.
Abro la carta, antes de leerla me siento.

Mi amor
Hoy, día en que cierro este recinto como otra cápsula del tiempo, se cumplen veinte años de la muerte de Micol. Sé que lo que te voy a contar se va a modificar si tenés éxito. Juntos, vos desde allá y yo desde acá, vamos a cambiar el paradigma de la historia que nos separó.
Con tu partida quedó todo destruido, te llevaste un cuarto del edificio con vos. Nos hicieron muchas preguntas, nadie dijo nada, te dieron por muerto.
Dos años después de que ella nos dejó se completó la formula de la cura.
La situación se torno rápidamente inmanejable. Los laboratorios hicieron un intento de lucrar con el antídoto y no tuvieron en cuenta los imponderables de la naturaleza. El virus mataba en oleadas, nunca pudieron encontrar el método de contagio y cuando tuvimos la cura, una cepa más virulenta mutó y contagió a toda la comunidad científica, dejándonos de un plumazo sin la posibilidad de contraatacar.
Tenes que cortar esto de raíz atacando la epidemia en su comienzo, hacer masiva la cura, por afuera del sistema de los laboratorios.
Ahora somos una raza destinada a la extinción gracias a nosotros mismos.
Junto a tus compañeros que arriesgaron todo conmigo, llevamos adelante este proyecto.
La cápsula para la vuelta que construimos nos costó cinco años de trabajo en secreto.
Todo lo que te dejo lo desarrollamos durante tu ausencia en el instituto de ciencia y tecnología nacional, con la excusa de material para viajes interplanetarios: recipientes para agua sin vencimiento, comida que se conserva durante cientos de años, pistola de plástico y municiones no degradables; la fórmula del antídoto y una vela común.
Buscá una trampa similar a esta, en el subsuelo del edificio de Carlos Calvo, la batería va a estar a full, recordá “no poner nada de metal adentro de la capsula” o simplemente no va a funcionar, ya la dejo programada.
Micol nos dejó en calma, siempre tuvo la seguridad de que volverías; me lo aseguró una tarde mirando por la ventana: “Papá va a volver a buscarnos en cualquier momento”, te confieso que hice un esfuerzo muy grande para no quebrarme pero la abracé y lloré amargamente, ella me acarició la cabeza dándome fuerza; sentí tu presencia, tuve la sensación de que ibas a abrir la puerta en cualquier momento.
Ha sido una vida de sacrificios, que está llegando a su fin, no tengo más que mandarte un beso, decirte todo lo que te he amado durante todo este tiempo miserable y esperar para siempre que vengas por nosotras lo antes posible, te amo, te amo, te amo.

Tu compañera
Dominique.