martes, 29 de noviembre de 2011

La evolución (segundo tramo)

El sol se esta elevando y hace un día radiante, aun así la avenida Roque Saenz Peña es lúgubre, me pregunto las veces que habré caminado por esta calle pidiendo un poco de silencio, ahora es abrumador, opresivo, y en la sombra hace mucho frío.
Las vidrieras de los negocios ya no existen, no quedan vestigios ni de sus vidrios ni de la mercadería que antes ofreció, ni muebles, no queda nada, pero nada, limpio; me asomo a lo que no hace mucho tiempo en mi cabeza fue un habitual café, y nada, no hay sillas ni cafetera ni heladeras, solo los espacios inútiles y vacíos; el piso tiene una fina pátina de hielo y mantiene la temperatura de una cámara frigorífica, no me animo a entrar, está oscuro, es el hábitat ideal de estos osos polares merodeadores, estoy atento a lo que me rodea, como si algo pudiera materializarse adelante mío.
La calle esta limpia, igual a los domingos temprano, no hay autos, ni papeles, todo limpio. Mi mente sigue siendo como un cubo mágico tratándose de rearmar.

Los palomos se mueven a sus anchas, van y vienen por las cornisas, como gárgolas móviles, cada paso que dan, parte de un empujoncito que hacen con la cabeza; son gigantes, tienen el tamaño de un pavo, el pico parece filoso, y las garras son del tamaño de mi mano.
Son el único vestigio de vida a mi alrededor, estos pájaros inmundos, que detesto desde mi más tierna infancia, son como las urracas de los dibujitos, están por todos lados.
Están por todos lados.
Un pájaro que no veo aletea detrás mío y me asusta; cruza volando pesadamente la calle, de edificio a edificio, me pasa cerca, la masa de aire que mueve al aletear me pega desde arriba como un baño de aire frío que entra por el cuello de la campera, escondo mi cabeza entre mi hombros y me agacho en un solo movimiento, se me contractura instantáneamente el cuello.
Se disputan el espacio entre ellos , se picotean, son torpes y promiscuos, cagan por todos lados, hay mierda que chorrea congelada como estalactitas; todos los bordes donde hay un lugar donde posarse tiene su guirnalda de excremento color ladrillo, sangre digerida supongo, la nieve acumulada bajo esta ciudad vertical parece mármol de carrara colorado.
Todos me siguen con la mirada, siento que estoy adentro de la inmensa jaula de carroñeros del zoológico pero multiplicado por diez. Me pregunto si no me atacaran todos a la vez.
Definitivamente no me tienen miedo, llamo su atención pero nada mas, yo esperaba pánico general, vuelo en círculos y una pasada al ras, como en la plaza, pero nada; incluso cuando grito con toda mi fuerza, agitando la barrilla de acero con punta de lanza que arranqué del corralito del obeslico para defenderme, se detienen un instante, me miran sin parpadear pero como asombrados. Atrás queda viajando el eco de mi grito que corre por la diagonal norte hasta perderse en la plaza de mayo a lo lejos.

La pequeña cuadra de Maipú me sorprende con una situación diferente: un pedazo gigante de mampostería decora la mitad de la calle, tiene la forma un paquete de pan lactal y el tamaño de una camioneta volkswagen sobre la que se recortan las figuras de varios pájaros. Van y vienen como los patitos en fila de los juegos de las ferias, me dan la espalda ignorándome por completo, hacen un ruido gutural con el buche y siguen, en su merodeo incesante y sin sentido, a donde por oscuras razones se ven irresistiblemente atraídos. Algo les llama poderosamente la atención, los que están en las cornisas observan, también hipnotizados, algo de lo que no pueden sacar la mirada. Hay palomos por doquier, algunos aletean y amagan arrojándose al vacío, pero no llegan a tocar el suelo y se elevan con esfuerzo; cuando esto ocurre las demás se quedan congelados, como si alguien les gritara “en sus marcas, listos…”. El habiente y el arrullo constante me recuerda a un estadio que solía frecuentar.
Me acerco por la sombra, pegado a la pared, y mis ropas me ocultan perfectamente, la nieve aplaca el sonido de mis pasos, igual los palomos están completamente abstraídos.
Me doy un gusto y le meto un fierrazo en el lomo al que tengo más cerca, lo dejo fuera de combate y cae hacia el otro lado del bloque. Ahora sí vuelan todos entrados en pánico, haciendo un rodeo y entonces vuelven pasándome cerca —espero que no me caguen— con un batir de alas ruidoso que ahora se aleja y da lugar al silencio nuevamente, pero no del todo, porque escucho un sonido extraño al otro lado del muro, un combate con gruñidos, ruido de las garras contra el suelo congelado.
Subo al bloque y al observar, lo que veo me deja atónito y cambia el paradigma de mi viaje. La presencia humana.
Del otro lado del bloque asoma el cuerpo sin vida de una nena de unos diez años, acostada boca arriba, que no tiene signos de violencia o trauma. Lleva puesta una campera Adidas con el escudo de la AFA, muy vieja y remendada. Está congelada, en su mano cerrada y rígida sostiene la correa de una persiana vieja con la que sujeta a un perro que, sorprendido, me mira; inclina la cabeza y quedamos frente a frente. El cráneo del animal, entre oreja y oreja, es casi plano y ostenta un perfil convexo, tiene la cara de conejo de un bull terrier, ojos pequeños que refuerzan su expresividad y orejas grandes como los de un zorro. La piel es igual a la de una cebra pero con pelo más largo, de aspecto fuerte y musculoso. Lame la cara del cadáver, lanza gemidos de angustia y de pronto muerde el pajarón muerto a su lado y lo sacude con bronca como una marioneta. Cuando le parece suficiente castigo, baja la presa, le apoya las dos patas delanteras encima y me dedica un aullido, no ladra, unas plumas salen volando de su boca, nuevamente agarra el amasijo de plumas, me da la espalda y se abstrae otra vez en su venganza personal con el palomón, es evidente que nadie me tiene miedo en este lugar.
Aprovecho su distracción y con un golpe seco hago trizas la muñeca congelada de la nenita, que se rompe como si fuera de cristal. El animal siente el afloje de la correa en el cuello, levanta la vista y me mira por sobre su hombro. Intenta lamer la mano desprendida del brazo que gira como un trompo separada del cuerpo de una forma desubicada y antinatural. Solo una franja en la mejilla de ese rostro inmóvil se mantiene brillante y sin restos de nieve ni hielo, el perro lame la mejilla de su antigua ama mirándola fija, como si tuviera un trastorno compulsivo obsesivo, va y viene. Después se acerca al pájaro muerto, lo orina y se va al trote sin mirar atrás.
El cuerpo de ella está intacto, la cara tiene una expresión tranquila, los ojos abiertos como dos bolones vidriosos miran traslúcido el infinito azulado y de su boca semiabierta se asoman dos paletas enromes; el resto de la cara congelada tiene el color amarillento y pálido característico, es un cadáver fresco, no tiene más de un día ahí, es impresionante.
No puedo dejar de pensar en mi hija en un estado similar si no logro completar esta misión autoimpuesta. Tengo que hacer un esfuerzo enorme para no dejarme invadir por esta sensación.
Busco cosas anormales, aparte de todo en general: es ropa contemporánea, reconozco fibra sintética, las botas de confección rústica están perfectamente adaptadas. En el bolsillo, tiene un artículo de tecnología, es un mecanismo de cajita de música, lo reconozco al instante, el rodillo de metal con cabitos que sobresalen, el peine con las notas musicales y el mecanismo de cuerda.
Antes de irme, me ayudo con la barreta para arrancar pedazos de escombros para cubrir el cuerpo sin vida y alejarla de los carroñeros que seguro volverán. Retomo la diagonal para almorzar al sol en la plaza de mayo como un oficinista más. No queda nada, el cabildo está volcado hacia delante, como si alguien lo hubiera empujado desde atrás. No queda ni un árbol, ni monumento, la casa rosada simplemente no está, se fue, desapareció, la catedral semiderruida parece el Partenón de Grecia. Solo queda un banco de piedra en pie, intacto, que asevera que ahí hubo una plaza.
Me siento a comer, mastico treinta y tres veces cada bocado, le saco jugo, pienso, analizo. Meto la mano en mi bolsillo y saco el mecanismo musical, es rudimentario pero efectivo, le doy cuerda y funciona perfectamente, las dos primeras notas son notas inconexas, pero luego el rollo comienza desde cero y la melodía capta mi intención. ¿Qué es? Conozco a la perfección esta canción de cuna, pero no logro descifrar que canción es, en mi memoria siguen habiendo cabos sueltos.
De lejos lo veo llegar al trotecito, como si nos conociéramos de toda la vida. No tiene una actitud agresiva, solo apoya su cuarto trasero en el suelo y me mira. Como lo ignoro y sigo comiendo se recuesta y mira para otro lado, tiene un collar y una medallita distintiva. Cuando intento acariciarlo se corre y me mira mientras mastico, con la lengua afuera y los ojos fijos en mi mano. El último bocado se lo tiro y lo atrapa en el aire, lo mastica un poco y traga, después se refriega contra mi pierna, yo lo acaricio con firmeza y tomo confianza hasta que me deja manipular el collar, quiero leer lo que dice en la medalla, está grabada a golpes y dice: “Mano nu”.
De repente y sin motivo aparente, algo le llama la atención porque gira su cuerpo ciento ochenta grados empujando mi pierna, y sale corriendo a toda velocidad para diagonal norte. Lo veo perderse al pasar por al lado del cabildo derrumbado.
Habiendo concluido el brunch retomo mi camino y observo en qué condiciones se encuentra el tramo de Balcarce, voy a tomar este camino que me deja a cinco cuadras de mi objetivo.
Balcarce esta silencioso, más de lo mismo, la calle limpia, no parece haber obstáculos.
Abandono la plaza.
Un aullido a mi espalda me hace girar la cabeza, es Mano nu que se dirige a toda velocidad hacia mí, atravesando la plaza como alma que lleva el diablo. El silencio antes de la tormenta se rompe; un bramido que suena fuerte como un trueno y que el efecto sonoro del rebote de los edificios de la diagonal hacen llegar hasta mi multiplicado.
Un oso blanco llega trotando, se para en dos patas y lanza otra advertencia mortal, Mano nu baja la cabeza y acelera en mi dirección, está huyendo por su vida; estamos.
Estoy a cinco cuadras de mi objetivo, voy a romper el record de velocidad de mi vida, Mano nu se empareja a mi lado, baja la velocidad para mantener la dupla.
Cruzamos Avenida Belgrano y miro sobre mi hombro para saber nuestra situación, estamos solos; pero el perro no para, yo tampoco. Próxima parada el Inti a una cuadra y media.

martes, 8 de noviembre de 2011

Oscuridad (Primer tramo)

Oscuridad.
Aturdido, abro los ojos. Siento la cabeza algo rígida, como si no pudiera mover el cuello; me mareo y con el mareo me viene un vértigo de angustia. Sacudo la cabeza y mi cuello responde con un crujido que resuena en mi cerebro, doy unos pasos inestables y entonces le presto atención un poco a todo lo que me rodea.
Está atardeciendo.
Me reconozco en la plaza San martín, la parte más alejada, tengo la estatua a mis espaldas, los árboles parecen muertos hace tiempo y el silencio es total, el viento irrumpe en mis oídos ululando como primer sonido; los edificios que me rodean están en ruinas, las ventanas son cuadrados negros como los ojos de una calavera, algunos todavía tienen vidrios rotos que parecen colmillos; una cortina vieja flamea fantasmal, lo que me rodea no es más que un ciudad abandonada.
Está anocheciendo, hace mucho frío y está comenzando a nevar; los copos flotan en el aire, una brisa hace que me peguen en la cara y entrecierro los ojos.
Sin embargo, el reloj de los ingleses con el atardecer naranja y violáceo de fondo, es una imagen maravillosa. Me invaden una incierta sensación de desasosiego que se entrecruza con la calma plomiza de vacío y de tristeza. Me pregunto si no estaré soñando.
El frío en la cara me trae otra vez y tomo conciencia de que no sé qué pasa. Tengo el cuerpo en tensión y en la mano tengo apretada una nota que parece haber sido arrancada de un cuaderno con espiral hace un segundos. La leo, reconozco mi letra y ni siquiera sé quien soy:
“No tenemos mucho tiempo. Estás en el futuro, el viaje deja secuelas, la memoria volverá paulatinamente.
Reconocé el ambiente, tené en cuenta si notas algún cambio climático fuerte, CUIDADO CON LA FAUNA LOCAL, buscá un refugio alto para pasar la noche. Para calentarte están los fósforos que tenés en el bolsillo derecho de la campera, también llevás en la cintura un cuchillo con hoja de cerámica. Dirigite al instituto Inti. en Venezuela y Paseo Colon, corré.”.
A lo lejos escucho un rugido terrible, instintivamente comienzo a trotar, subiendo por una calle, el chirrido de metal contra metal, me llama la atención, levanto la vista y reconozco la fuente, hay un antiguo cartel, colgando de una sola bisagra, parece todo el tiempo apunto de caerse, leo, no sin esfuerzo, la chapa esta corroída, despintada, apenas sostenida por un caño retorcido que parece haber sido doblado por un gigante, algo me resulta familiar, unas letras raspadas dicen: “Santa Fe”. Se me acomoda un nuevo horizonte en esta nueva realidad, es como si mi memoria comenzara a funcionar de a poco, inflándose, regenerándose, uniendo estímulos conocidos.
Al llegar a la avenida nueve de julio tengo la certeza de cómo se llama, de haberla visto transitada. Iluminada por los últimos rayos del sol de este extraño invierno, se me arma una foto post apocalíptica que debo haber visto mil veces en películas, todo parece un set de filmación, casi falso. Está todo destruido, es “la tierra sin humanos, 20 años después”.
A mi cerebro comienza a llegar información que ahora me abruma; la oscuridad es emocional e interna, no encuentro razones para preguntarme cuál es mi nombre. ¿Por qué no me pregunto? ¿Qué estoy haciendo acá?
A lo lejos, el alto prisma amarillento refleja los últimos (literalmente hablando) rayos de sol; chorreado en medio de la avenida me llama, como si fuese la aguja de una brújula, se mantiene estoico. Lo tomo como punto de referencia, y troto.

Tengo un ritmo lento pero firme, con técnica, el cuerpo recuerda. En mi cabeza caen imágenes como fichas que me envuelven, me toman y me abstraen, porque ahora estoy precalentando; en grupo, nos pasamos la pelota de mano en mano, hace frío, hay un montón de camisetas de colores, carcajadas, alguien me agarra de la camiseta le tiro un codazo y nos reímos, adelante hay un gordito que corre haciéndose el maricón, ahora todos nos volvemos a reír al unísono y cuando nos detenemos, un manto de vapor que sale de nuestros cuerpos nos envuelve, ese vapor se hace denso, tanto hasta que no puedo ver nada, entonces sigo trotando, lo atravieso y después de eso estoy de nuevo en la calle; el ruido que hago al trotar rebota en el silencio inactivo y sepulcral de los escombros. Es extraño lo que acaba de pasarme, extraño pero no inquietante, ¿natural?, estuve unos segundos en otro lado, en otra realidad.
Las ideas se me están acomodando de a poco. ¿Vapor, o humo?, es humo, lo huelo, pero no veo señales del fuego.
La noche ahora es total, limpia y clara, con una gran luna llena. Estoy seguro de haber elegido yo mismo la fase lunar, como un iluminador natural, siento un cosquilleo de adrenalina que me pone feliz
A mí alrededor todo esta oscuro; es amenazante.
Parado solo en la mitad de esta olímpica avenida me pregunto si no estaré siendo observado en este momento. Sé que algo no anda bien.
Un rugido brutal me corre de mis pensamientos, recuerdo mi propia recomendación; parado, recorro en forma ascendente con la mirada el obelisco, vuelvo a la base, la puerta está cerrada, pero en muy mal estado, la rompo y entro; espero que sea lo suficientemente alto, son 206 seis escalones, a mano y pierna.
Cerrando la puerta que tiene en el suelo, este altillo me permite improvisar un refugio. Por la ventana al oeste, donde bajó el sol hace unos instantes, se dibuja el perfil de una ciudad empenumbrada y pétrea que me fascina y calma.
Busco leña de unos árboles viejísimos; en la noche franca la temperatura es glacial.
Con mi propio fuego, las posibilidades de sobrevida aumentan, al resguardo del frío y las alimañas.
A la luz del fuego presto atención a mis botas, son buenas botas; también chequeo el resto del equipo, palpo en mi cadera izquierda; tomo el mango y saco el cuchillo; haciendo un movimiento circular frente a mis ojo, el “kukri”, es una herramienta exquisita, me sorprende lo equilibrado que es, a pesar de que es un arma de mediano tamaño y hoja gruesa, es liviano; el mango negro de vaquelita hace un juego de ying yang con la tradicional hoja del cuchillo, con la diferencia no menor de esta es de cerámica, blanca como la leche mas pura, no hay una sola gota de metal en este artefacto.
Mi estomago hace un rugido casi tan fuerte como el que oí hace un rato, me pregunto ¿qué clase de animal será?.
Tengo un hambre artero, y me maldigo por no haber puesto algo de comer en mis bolsillos; me ilumino y frenéticamente busco en la cara interna de la campera, en un pequeño pliegue que se abre con un cierre de plástico. Al meter la mano toco dos porciones de algo del tamaño de una barra de cereal pero mucho mas sólido, envuelto en papel manteca; es carne, procesada, el sabor es delicioso, salado, siento como la energía me vuelve, es hipercalórico, siento que me ayuda a pensar con mas claridad. Al guardar la segunda ración, distingo al tacto dentro del bolsillo el crujir de una foto.
Instantáneamente después de focalizar, las imágenes comienzan a chocar adentro de mi mente, con mis ojos aún abiertos.
Antes de apagar la luz la beso, duerme, hace un simpático ronquido, tiene los pocos pelos que le quedan despeinados, parece un pichón desplumado, igual es hermosa, tiene los ojos de la mama.
Me despierto sobresaltado; está amaneciendo, los primeros rayos de sol ya modifican la temperatura, desde la ventanita en la punta del obelisco que da al río contemplo una mañana clara y fría.
Está todo nevado y en ruinas.
Desde la ventana opuesta, la esquina de calle corrientes tiene un enorme cartel de Cocacola caído en forma de abanico, que llega hasta la calle, no parece haber presencia humana, por lo menos actual.
Parados sobre la parte más alta de los techos y en las viejas antenas en desuso, como crucificados, abren las alas al sol para calentarse una veintena pájaros, son grandes como del tamaño de un cóndor, hablan entre sí con unos chirridos inmundos, creo que ese fue el ruido que me despertó.
Con total naturalidad entra en mi campo visual un oso polar que llega caminando por 9 de Julio, es como el del zoológico, gigante, pero suelto, se detiene, se para en dos patas, parece olisquear algo en el aire, ruge fuerte, y cruza al trotecito hacia Diagonal Norte. Me doy cuenta que tengo la boca abierta del asombro, por que el frío me llega hasta los pulmones.