lunes, 27 de agosto de 2012

La bienvenida

La bienvenida no es agradable, los ascensores están sin resguardo, al vacío, parecen dos bocas abiertas en un bostezo eterno, mudas y sin fondo. El palier es un pasillo largo con cuatro departamentos a los costados y uno al final de cabecera, nueve en total; está mal iluminado con unas pequeñas lámparas de aceite que hacen elevar una hélice de humo y hollín que va dejando en las paredes unas vetas negras. Todo es muy denso, claustrofóbico. Se escuchan unos gritos. Ninguna vivienda tiene la puerta, en su lugar hay unas cortinas de tiras negras como de goma. Una familia come sentada alrededor de una fuente con una montaña de comida blanca, ¿Arroz? Comen con la mano. Hacemos contacto visual. En la siguiente puerta una pareja coge en posición de perrito, enfrentando al pasillo, pero nos ignoran. En la que sigue otra dos personas están tiradas en unas colchonetas con una lámpara que apenas las ilumina, cada una sostiene una bolsa de nylon negra en su mano, parecen drogados. La falta de privacidad es terrible. Por la última puerta sale a recibirnos un personaje que hace un gritito idiota, como el de los delfines, salta de alegría, aplaude y se frota las manos de pura ansiedad. Ahora señala con sus índices para que entremos. —¡Cállate, falopero, cállate!— grita el Dueño y lo corre con una mano para entrar. El encargado de la recepción debe tener unos cincuenta años, me llega al hombro, de pelo corto negro y brillante, peinado para atrás como un cuervo; tiene piernas cortas pero fuertes, con unos mocasines sin medias en los pies y unas bermudas hechas con un viejo pantalón de vestir; el tronco es ancho y de brazos largos, fibrosos, viste una chomba color lavanda, manchada por todos lados con un agujero enorme en la espalda; lleva unos lentes de marco grueso, con uno de los vidrios totalmente pintado de negro y el otro color verdoso con una rajadura como una telaraña. Pasamos uno a uno, él para mirarnos, levanta y baja los lentes en un movimiento obsesivo, más que lentes son como un antifaz. La habitación, que sería el living, está bien iluminada pero tiene la ventanas tapiadas igual que el balcón. El aire esta muy viciado. Ahora, de una de las puertas, silenciosa y con la gracia de un hipopótamo, sale la que supongo es “La dueña”, madre de los muchachos y la niña muerta. —Ya te escuché Delfín. Andá a preparar la comida —dice hablando fuerte. Tiene puesto un batón de gasa color gris que se transparenta todo, los pezones los tiene del tamaño de un plato de café. Va sobre el Dueño, ágil, y con gracia arrastra un dedo por la pared dejando una línea amarilla, el color verdadero detrás de una patina de hollín. Sus ojos negros se posan en mí y la furia se dibuja en su cara, comienza a revolear las manos, violenta; un manotazo se lo da al el Dueño en la cara y lo sienta de culo, los idiotas también cobran unos cachetazos cada uno, maternales pero sonoros. Mano-Nu recula sobre sí mismo en un movimiento de terror y cae para atrás como si le hubieran tirado gas pimienta en la cara. Delfín corre, desaparece por una de las puertas haciendo ese gritito insufrible. Ella baja la mirada en un gesto cansado y entonces comienza un monologo sobreactuado que parece haber repetido mil veces: —Te mando a buscar a tu hija, que se escapó hace dos días porque se encariñó con el perro que íbamos a cenar. ¡Está perdida, hace dos días en tierra de osos! ¿Entendes eso? ¿O qué tenés en la cabeza? Y no volvés con ella, si no que volvés con el perro y con otro para alimentar. Hay hombres que no deberían ser padres. —Termina de hablar y pega un manotazo contra la pared, donde queda marcada, amarilla, su palma. Al irse arrastra los cinco dedos y grita melodramática: —¡Y te la vas a buscar ya! ¡Porque te tiro por el balcón al fuego!—. Todavía parado en la mitad de la habitación estoy yo, los demás están descolocados, desde el suelo el Dueño llama a Delfín, que se acerca tan servil que da lastima, hace grititos en tonos contemplativos: “qui, qui, qui, qui” gesticula ampuloso relatando lo sucedido con movimientos de azafata y termina con los brazos en jarra y haciendo trompa como un pato, mientras mueve la cabeza para uno y otro lado. Por fin lo ayuda a levantarse al Dueño, le acerca una silla que es arrancada de la mano con desaire. El Dueño se sienta, se pasa las manos por la cara y reflexiona, extiende el brazo y con el dedo índice le señala algo que Delfín entiende perfectamente y se va a hacer. Delfín trae cosas, atados de ropa. El Dueño da vuelta su morral vaciándolo sobre una mesita próxima. —El menor pezo pozible, ziempre—dice y mira el sinfín de chucherías: un porta retrato si vidrio, una jabonera de plástico, un “mouse” sin cable, mi pistola y los tres cargadores. Pez (por la marca en la frente puedo asegurar que es él) mira atento desde un rincón, va directo a manipular el arma cargada; se ríe bajito como que va haciendo una travesura, el hermano enseguida se acerca a ver, curioso, y de pronto intenta un arrebato. Comienza el tironeo, pero finalmente Pez lo aleja con un empujón y le apunta con el arma, aprieta el gatillo trabado por el seguro y grita: “¡Pum!”, ambos se ríen y se callan al unísono cuando entra el padre que está vestido con una polera abajo del gamulán y en la cabeza se ha puesto un cuello de polar que le hace un sombrero como de chimenea. En la mano, el padre y “Dueño”, tiene un arpón y en la otra un puñado de dardos emplumados. Ahora deja el cuchillo blanco en el mueble. “Como para llevar juguetez eztoy yo”. Entonces le arranca de la mano la pistola a su hijo Pez y la tira en un rincón, despectivamente. Al otro, a Buda, le ordena: —Andá a terminar de preparar todo. Buda sale corriendo hacia la otra habitación y en la corrida golpea con el hombro el marco de la puerta. —Y vozz, pajero —se dirige a Pez—, te vaz a quedar cuidando a ezte y a tu madre y al inútil de Delfín. Tratá de que no ze te ezcape el zorete. Te doy un conzejo: zacale laz botaz, azí no ze te va ir. Zi ze te ezcapa te juro que te mato y te comemoz. ¿Clarinete? —dice en una mezcla de reto cariñoso. Pez asiente con la cabeza. Yo me saco las botas y las medias, y Pez me las pone una en cada hombro riéndose. Buda se aparece ya pertrechado con un pasamontañas blanco y una mochila bastante cargada. Él y su padre agarran el resto de los bultos y se van. A mí me sientan en una silla algo destartalada, en un rincón, con las manos atadas a la espada. También me ata la correa que me puso al cuello al respaldo de la silla, creo que se esta haciendo el gracioso, a Mano-Nu lo ata a un caño que sobresale de la pared y la casa vuelve a la normalidad con nosotros en el medio. Delfín se trae una silla de jardín para sentarse, se acerca a una de las lámparas humeantes con un peine en la mano, le pasa la lengua por los dientes, mojándolos como si fuera un sobre y lo restriega por la pared dejando las marcas, que por arte de magia desaparecen tapadas por una nueva capa de hollín que sale de la lámpara. Se peina con vehemencia; cada tanto se levanta los lentes para mirar algo de cerca en el peine y comienza otra vez a hacer la secuencia, lo lame, lo frota y se peina para atrás, la cabeza le brilla oscura como la noche. La dueña vuelve a aparecer, se apoya la palma de la mano en la frente, y resopla con desgano mientras que saca de su bolsillo una bolsa de plástico negra. Delfín comienza a hacer gritos de advertencia señalándola, la señora coloca sobre la lámpara la bolsa mugrienta, que se infla de aire caliente y hollín, después captura el extremo con el puño, para atrapar todo y se lo lleva a la nariz y boca inhalando violentamente, lo retiene unos segundos y lo exhala con un pitido asmático, tose un par de veces mientras asimila el golpe. Como Delfín no para con sus gritos, le tira un manotazo. Medio drogada y a los tumbos desaparece por donde entró. Pez aparece con cara “¿de que pasa acá?”. Delfín gesticula en una suerte de mímica, y lo remata con los brazos en jarra haciendo el gesto de “no puede ser”, y sigue peinándose. Pez agarra una caja vieja de galletitas y la sacude haciendo sonar su contenido, parecen muchas piezas sueltas, o fichas de algo. Delfín arma rápidamente una mesa plegable de camping en la mitad del living y se acerca una silla, Pez se acomoda en el otro extremo y da vuelta la caja vaciando su contenido sobre la mesa. Son de piezas de dominó clásico. —¡Ey! —les digo señalando con la cabeza la mesa–. Les rompo el orto a los dos. ¡Pajeros! Delfín se levanta los lentes para mirarme sorprendido, Pez se ríe mientras mastica algo correoso con la boca abierta. —Sinomedigá —saca de su bota un cuchillito, se pone atrás mío y por primera vez me habla, al oído, con una voz ronca, me apoya el cuchillo en la mejilla y me avisa—: sitequérecapátemato. Hacemos apuestas con unas monedas que Pez trajo en una lata de nesquik despintada que sacó de un archivo de oficina. Son de un centavo, pequeñas y pesadas, hay cientos ¿De dónde las habrán sacado? Son buenos jugadores, Delfín es el mejor y lo disfruta festejando con su risa característica, Pez es mas teatral en el festejo. Yo gano y pierdo. Jugamos en silencio, con mucha especulación. Para mí es de vida o muerte. Nos interrumpe la madre que vuelve a hacer su aparición, infla la bolsa, inhala y exhala. Delfín mira a Pez y después a la madre con un gesto de desaprobación. Pez juega su turno, resoplando por la nariz, la madre ni acusa recibo y se va, se escucha el estruendo que hace cuando se deja caer en peso muerto sobre su cama. Yo tengo una buena mano y acumulo un buen puñado de monedas, las junto con mis dos manos para calcular el peso, y haciéndome el gracioso en un festejo excesivo hago ademanes de que guardo las monedas en mi bolsa utilizando una de las medias que todavía tengo en el hombro, todos nos reímos con camaradería festejando mi chiste. Con la media bien cargada, en un rápido movimiento la revoleo y le doy de lleno en un lado de la cara a Pez que cae conmocionado en convulsiones. Mano-nu, que hasta ese momento estaba hecho un bollo, salta de su letargo hasta donde le da la correa y muerde a Delfín en el brazo, que del pavor parece no poder emitir sonido, la boca se le mueve pero está mudo, se le caen los lentes en el sacudón y me mira con los dos ojos abiertos y en alarma, el perro lo tiene inmovilizado de un brazo, le suelto la correa. Lo primero que hago es recargar el morral con mis pertenencias. Agarro el cuchillo, las tres latas de carne, los cargadores de la pistola y el arma, le saco el seguro y la guardo, agarro la media para calzarme. El sonido de la dueña corriendo pesadamente, me alerta, se sienten las vibraciones en le piso antes de verla, tiene el paso corto, es una tanqueta lanzada en un ataque suicida. En un solo movimiento le doy un batazo en la cara con la media enmonedada, no se de donde pero sangra manchando la pared y a Delfín, que ahora sí comienza a gritar lo mas fuerte que puede. Ella cae pesada en el lugar, parece muerta, un culatazo a Delfín lo desmaya antes del golpe. Mano-Nu me mira atento con las orejas paradas, cuando yo giro la cabeza para salir corriendo él se abalanza para seguirme. Voy directo ala escalera, desde arriba escucho al Dueño que viene subiendo a las puteadas; está tres pisos abajo nuestro. Desciendo lo mas rápido que puedo un piso y nos escondemos en el primer pasillo, fuera de su vista. Mientras sube por la escalera va susurrando un mantra de malas palabras, se olvido algo. Inmediatamente corremos hacia bajo. Nos detenemos cuando escuchamos que el Dueño, allá arriba, empieza a gritar. Es como un rugido de odio, también lo escucho a Delfín en un cacareo histérico y que de repente pasa por delante nuestro en caída libre por el hueco de la escalera, el estruendo que hace al tocar el piso es terrible. Cuando me asomo está boca abajo, las piernas tienen una flexión antinatural, parece un dibujo egipcio, y se le forma un charco de sangre alrededor de la cabeza. El dueño nos ve y grita señalándonos: —¡Hijoz de puta! ¡Loz mato!!!